La historia del desayuno que cambió una mañana

En un pequeño hotel de una ciudad cálida y tranquila, el desayuno continental siempre estaba listo a las seis de la mañana en punto. Era un ritual tan preciso que hasta los pájaros del jardín parecían ajustar su canto a esa hora.

Aquella mañana, sin embargo, algo peculiar ocurrió.

La mantequilla, reposando en su plato frío, se despertó de muy buen humor. “Hoy voy a brillar”, pensó, con la esperanza de lucir su textura perfecta sobre una tostada recién hecha.

La mermelada, dulce y orgullosa de su color intenso, escuchó el pensamiento de la mantequilla y respondió: “Brilla si quieres, pero ya sabes que al final todos buscan mi toque especial”. Era cierto: cada mañana, quienes bajaban a desayunar se dejaban conquistar por su aroma afrutado.

El jamón y el queso, siempre juntos en una armoniosa amistad, observaban la discusión desde su bandeja. El queso, suave y equilibrado, bromeó:

—¿Otra vez peleando por quién es el protagonista?

—Déjalas, —respondió el jamón— al final siempre terminan juntas en el mismo plato. Esa es la magia del desayuno.

Cuando llegaron los primeros huéspedes, el ambiente entre los ingredientes estaba lleno de entusiasmo. Una tostada tibia se acercó para ser untada y la mantequilla, radiante, se deslizó suavemente sobre su superficie. Luego, la mermelada se posó con su dulzura característica, creando un contraste perfecto.

Otro comensal preparó un sándwich de jamón y queso, y el par inseparable se sintió feliz de cumplir, una vez más, su misión cotidiana de alegrar mañanas.

Y así, entre aromas suaves y texturas que se complementaban, el desayuno continental cumplió lo que mejor sabía hacer: transformar una mañana cualquiera en el inicio de un día agradable.

Desde entonces, cuentan que en ese hotel los ingredientes se llevan mejor… aunque la mermelada sigue insistiendo en que es la favorita

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